Libros que dejan huella


Tomás Martín, 17-06-07

Recuerdo un tiempo en el que ávido de lecturas prohibidas, como muchos de miLos girasoles ciegos generación, recurrí a la multicopista para hacerme con fragmentos de alguno de los libros que la editorial Ruego Ibérico publicaba. Hubo un libro, Operación Ogro, que nadie decía tener pero todo el mundo había leído. En él se narraba con pelos y señales cómo se gestó y llevó a efecto el asesinato de Carrero Blanco, figura relevante del régimen franquista y candidato a la sucesión del general Franco. Meses después de que la banda terrorista ETA hiciera volar el coche oficial del almirante en la madrileña calle de Claudio Coello, cayó en mis manos un ejemplar de Operación Ogro, ejemplar que escondí celosamente -y con miedo- bajo el colchón de mi cama pensando, inocente de mí, que de sufrir un registro no sería descubierto. Corrían tiempos de zozobra entre las gentes de izquierda en aquellos años en los que se olía la agonía del franquismo.

Años después, en plena Transición, comenzaron a aparecer multitud de libros hasta entonces prohibidos. Los devoramos, claro está, pero su lectura ya no tenía el encanto de lo prohibido, el dulce sabor de lo clandestino, el sentir en la piel la sensación de peligro… Sería interminable enumerarlos aquí, desde la poesía de León Felipe a los libros de historia de Tuñón de Lara. Conservo algunos en mi biblioteca particular como auténticos tesoros; huella indeleble de mi juventud y de un tiempo inolvidable.

Tuvieron que pasar muchos años para que otro libro, La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que recoge sus tres novelas autobiográficas, impregnara mi ánimo de ese espíritu que el paso del tiempo fue consumiendo como se consume la cera de una vela. La narrativa de Barea, describiendo la España de su infancia y juventud, en La forja; sus primeras experiencias literarias y, sobre todo, su servicio militar en Marruecos, en La ruta y, por último, el periodo anterior a la guerra civil y la propia guerra, en La llama, dejaron en mi una profunda huella y una visión singular de nuestra historia más reciente contada con maestría por el escritor extremeño, exiliado, como tantos otros.

Durante estos treinta años de democracia, han pasado por mis manos infinidad de libros, de textos interesantes, de ensayos enriquecedores… pero ninguno tan seductor como Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. Cayó en mis manos a primeros de noviembre de 2006, y nunca me perdonaré el retraso de casi tres años en haber leído uno de los libros que más me han impresionado. En la sinopsis figura este párrafo: “Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narración: la derrota”. Derrota. Echen ustedes un vistazo al diccionario de la RAE y quédense con la acepción de esta palabra que más les convenga. A mi no me ha servido ninguna para definir la escalofriante derrota que yo entiendo describe Méndez en Los girasoles ciegos, un lujo, triste, pero lujo. Una realidad histórica novelada, una maravilla de libro.