Textos creativos de Araceli García López, Hugo González Gámez


 Palabras inútiles. Por Araceli García López.

Oculto en el límite del enmarañado bosque donde no hay caminos ni guías, el lobo espera a la serpiente y ya no sé cual de los dos me asusta más.

Riñen mis miedos, me dominan, creciendo en racimos que no maduran hasta caer, permanecen verdes, tiesos, mamando recelos y sospechas.
Sobre la piedra umbría afilo estrategias y preguntas; avanzo y retrocedo hasta acurrucarme dócil en la caverna donde habitan los imposibles.

Mientras, coso el viento cálido del verano que se extingue a mi vestido de palabras inútiles, mojadas por el duelo y los vestigios de mi antaño sosegado existir, hoy casi agonizante.

Las cuento a media voz, pero sólo la última me abraza.

Tres:

Agonía
Albor
Supervivencia

Dos:
Vuelo
Huída

Una:

CANSANCIO.

 

 

El Indio.  Por: Hugo González-Gámez

Siempre había yo tenido la inclinación de verlo, porque en realidad era hermosamente raro, sin embargo, nunca podía hacerlo por mucho tiempo porque él inmediatamente sentía mi mirada posada sobre los rasgos menos comunes de su rostro.  

 

De repente y sin avisar, cuando menos hubiésemos esperado que ocurriera, se le ocurrió morirse.  Estábamos todos en el automóvil del Andresito y nos dimos cuenta porque al pasar por un tramo irregular de camino, su cabeza se fue balanceando a la altura de sus hombros con un rítmico y enfermizo golpeteo que acabó por romperle los huesos del pescuezo.  Párate, le dije al Andresito, que ya se nos murió el indio.  Lo más extraño de todo era que el indio era el único que no había sido golpeado o baleado de los cuatro.  De hecho él había sido quien había estado parloteando sin cesar para que no nos fuéramos a dormir pues, según sus creencias de la tribu, es sabido que los heridos que se adormilan tienden involuntariamente sus manos para que la muerte les llegue más pronto.  Así, después de tanto platicar sobre lo que nos había pasado ese día y de cómo pronto volveríamos para romperles sus piernas a los que nos habían emboscado, un silencio de carretera nos envolvió hasta que al indio se le vino la idea de entregar el alma.

 

Fue hasta entonces que nuestra determinación se derrumbó.  El Marinito, que venía echado en el asiento del copiloto herido de dos balas en la ingle, comenzó a soltar todos los gritos de dolor que se había venido aguantando desde hacía más de dos horas de carretera.  El Andresito se atacó de renqueos al volante, como si el sueño y todas las botellas de mezcal que se había tomado en la semana al fin le estuvieran arrebatando la visión.  Y yo, que había sido el más intranquilo de todos -volteando insistentemente hacia atrás para asegurarme de que nadie nos siguiese-, de pronto me encontré en un estado de plácida resignación y me quedé observando al indio como estupefacto admirador de la belleza de las especies paradójicas de la Tierra. 

 

Se le veía rojo, con su mentón toscamente aparatoso y sus pómulos encumbrados hasta los párpados, todo seco y cuarteado de su piel, pero en aparente paz una vez que me las ingenié para ajustarle la cabeza al asiento con el cinturón de seguridad.  Su largo y negro cabello reflejaba la luz del desierto y sus abiertos ojos me fragmentaban el alma en esferas de humedad cactácea.  Así, a sabiendas de que el Andresito no detendría el auto hasta que llegáramos a nuestro destino aunque fuera lo último que hiciéramos en nuestras vidas, desahogadamente y sin reservas me dediqué a contemplar al indio por la eternidad completa de nuestro último viaje en franca huída.